miércoles, 7 de diciembre de 2011

Desayuno con Diantres



Era otra preciosa mañana en la ciudad-isla De los Veintinueve Puertos. El gran canal que recorría la ciudad formando una espiral cuyas aguas se internaba en el corazón de la urbe amanecía engarzado de decenas de naves de toda clase y condición. Mientras las gentes de bien comenzaban su nuevo día, las gentes que nos atañen descansaban del trabajo que las más veces se les favorecía nocturno.
            Despertó en la taberna de Marea la señorita Hoja Amba, solo conocida como La Practicante por los conciudadanos, solo conocidos por ella como los clientes potenciales. Bajó las escaleras del piso en el que se encontraban las habitaciones despacio, con su ritmo tranquilo y silencioso, justo en el momento en el que Gaona “El Chepas” instruía al joven Juan Sosiegos en los siguientes términos:

            -Bien jugao muchacho, pero aun te queda mucho por aprender de mi.

El niño permanecía sentado enfrente del viejo compartiendo una redonda mesita con él, con gesto contrariado.
Al acercarse a la barra, sin dejar de escuchar al maestro de ningún oficio más que el de mal vivir, La Practicante habló dulcemente:

            -Ponme un Despertares Mareita, hazme el favor.- La tabernera, mujer joven y robusta en hechuras, levantó la vista del libro que la tenía atrapada, sentada tras la barra. Se apartó con la mano su flequillo verde y le hizo un gesto con la cabeza a Hoja. Ésta sonrió, entendió el gesto como un “Estoy a lo mio, ya sabes donde están las bebidas”.Sin desarmar su rostro con su sonrisa mañanera Hoja Amba entró tras la barra para servirse su Despertares, un orujo con café común en la ciudad. El detalle de que Juanito permanecía sentado porque Gaona le había invitado al desayuno le pareció a Hoja lo suficientemente divertido como para prestar a la conversación toda su atención.

            -Trabajar solo tiene sus inconvenientes, chico. De medio virotazo que teches al mentón tavían y na más las ratas se lo puen contar a la viuda. ¿Lo entiendes?
            -¿Qué viuda?- espetó el niño desafiante mientras se apresuraba a terminarse su sopa de cebolla.
            -Bueno, tueres joven aun, pero lo que me refiero, a ver si mentiendes, es que aunque has sio valiente en lucir acero ante mayores también hay que ser valiente cuando a un compare se le firman los filos entre las carnes, que verle de tripas al mundo pide de mucho coraje...
            -¿Qué compare?
Hoja Amba soltó una sincera risotada.
            -Lo tienes ya convencido Chepas.
            -¡Calla matasanos!

La relación entre ambos se había enfriado un poco desde que La Practicante se había cobrado por adelantado la cura unas feas heridas de asta enana de Gaona mientras éste permanecía inconsciente. Aquello le había apurado el presupuesto al anciano por lo que ahora andaba intentando juntarse con unos y otros en busca de préstamos o de trabajos fáciles.

El sonido del nudillo de Marea golpeando una losa de cerámica colgada a su espalda interrumpió la conversación mientras ella continuaba atenta a su libro. Pintado con buena caligrafía en la losa se leía:

“Se ruega a vuesas mercedes se humillen, acusen, maldigan y acuchillen con discreción, pierdan la vida si les place pero no pierdan las formas”

Hoja concedió con un gesto de cabeza. Terminó su desayuno, se ajusto las ropas y miró pensativa a Juanito. Una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro, se acercó al muchacho. Se mojó el dedo pulgar con saliva y empezó a frotarle la mejilla a Juanito con aire guasón. El niño no comprendía lo que ocurría por lo que decidió actuar como se espera de un hombre que no entiende del todo si lo están alabando u ofendiendo, echando mano a la daga. Divertida y advirtiendo el gesto se volvió hacia Marea y la interrumpió con un:
            -Oye Mareita, ¿acaso Juanito se enjuaga el rostro con la misma mugre que te lavas tu el pelo? Porque ese verde que usáis aparece en muchos de mis pliegos sobre plagas generadas por la inmundicia.
            La tensión de Juanito aumentó. Muy mal debo entender, pensó, para que eso no sea ofensa digna de pago. Pero la risa de Marea le devolvió al estado de estupefacción. Juanito siempre había confiado en la muchacha, quizá por una razón tan absurda e intuitiva como que ella tenia el pelo verde, como el color de su piel. Por esa confianza Juanito esperó a ver que hacía la tabernera.

            -¿No hablan tus pliegos de una mugre que tape esos cuernos de animal que llevas?
Ambas rieron. Marea cerró su libro, se levantó del taburete en el que había permanecido hasta entonces y continuó:

            -No hace falta que me atormentes Hojita, ya se que te había prometido un trabajito. Debéis buscar en los túneles a un tal Azumbre, al que llaman el descreído. Era un antiguo clérigo muy devoto de no se que religión, se cansó de ver como sus superiores robaban tanto entre limosna y limosna, por eso le llaman el descreído. Perdió algo la cabeza, cuentan que ahora se dedica a robar a los pudientes con sumo sigilo y a arriesgar su pellejo entrando con el mismo sigilo en casas de barrios humildes como el nuestro. Al parecer somete a un profundo juicio el nivel de riquezas de la casa en la que entra y le deja la cantidad de oro que considera justa. Estas aficiones le han costado más de un tajo por parte de los que terminan tanto a falta como a sobra de bienes, pues el hombre ni se presenta ni se le reconoce con facilidad según sus maneras gatunas.
Es por esos andares silentes que me interesa. Dicen que anda en predicas con La Brillante Brigada bajo el barrio. Decidle de mi parte que venga, si es tan amable, él me conoce.

            -¿Debéis?, ¿Quienes?

           -Había pensado que solo te llevases a Pepe Mulo, de machaca, pero Gaona me ha hecho reflexionar sobre la educación de Juanito. Llévate al muchacho al trabajo para ahorrarle estas ilustres lecciones...

jueves, 24 de noviembre de 2011

Hechos acaecidos dentro de una estancia en penumbra



Cuando se abrieron las puertas de los aposentos reales, Segismundo sólo podía ver allí en dónde las pequeñas velas iluminaban, en resumidas cuentas: el diván en dónde se encontraba su Majestad y el tablero de juego de las Vocales. El resto de la estancia estaba completamente a oscuras, cada ventana estaba perfectamente tapada para que no entrara ningún ápice de luz. La estancia estaba sometida bajo el hechizo “eclipse solar” y por ello los rayos de sol repelían el lugar, o eso fue lo que le contó su padre al vigilante arbóreo. Segismundo miraba de un lado a otro, sin llegar a ver nada, mientras los soldados le empujaban hacia el centro de la habitación. Se rumoreaba que en la oscuridad de los aposentos reales vivían los Traspiés, sombras desterradas por sus dueños que una vez que no se les permite siluetear la imagen de un hombre bajo el sol se esconden en los lugares más oscuros habidos y por haber en Montesco. Una vez que han encontrado su sitio esperan al acecho y en cuanto menos te lo esperas te arrancan tu sombra como venganza por haber sido rechazados por sus propios amos, el dolor de tal amputación hace que uno pierda la cabeza para siempre.
-Señor, este es Segismundo II, hijo de Segismundo I, vigilante arbóreo de Palacio- anunció el soldado más joven. El Rey se removió como serpiente e hizo un gesto con la mano para que le acercaran una de las velas, con ella enfocó directamente a Segis para verlo a la perfección. – ¿Tú eres el culpable de que mi árbol esté desplumado?- el vigilante se preguntó si eso era una pregunta retórica – Por supuesto que lo eres – exacto, era retórica. Facticius se incorporó y comenzó a andar alrededor del asustadizo vigilante.
- Di...di...disculpe su Señoría, y...y...yo no sé que ha p...pa...sa.pasado. Aquí ti...tiene mi infor...or...me – contestó Segis entregándole el pergamino verde a su Alteza. La mano rosada del Rey tomó el pergamino y lo abrió – ajam...si...claro, estupendo – mientras lo leía, Segis juraría que su Majestad había tomado el pergamino al revés, un acontecimiento de lo que se percataron todos los presentes, que se encontraban concentrados alrededor de la luz que desprendía la vela que sostenía Facticius en la otra mano. – ¡Qué miráis, qué ocurre! – exigió saber el rosado monarca. – nada, nada su majestad, permitidme que tome el texto – indicó la vocal A, la más anciana de todas. Segismundo sabía que se encontraba fuera de lugar, ese no era su espacio, lo suyo eran los árboles, los jardines…- Vocales, pesad en un castigo cruel, yo tengo mucho que hacer- anunció el Rey, y mientras se disponía a tumbarse nuevamente en el diván, tropezó consigo mismo tirando la vela que sostenía. La estancia estaba más oscura, sólo quedaba las velas de la esquina derecha dónde se encontraban la mesa de juego de las Vocales y el escritorio del Rey. Pero en el resto no había ni un ápice de luz. Se escuchó un grito. La Vocal E se tiró al suelo retorciéndose de dolor. Los soldados se pusieron en guardia alrededor del Rey, pero el más joven chocó con la mesa de juego y la desparramó por el suelo. Sólo quedaba una vela. –¡Sacadme de aquí y corred! Quiero mantener mi maldita sombra-   gimoteó el Monarca desde un lugar cercano a donde se escondía Segis. Todo pasó rápidamente, las puertas del salón se abrieron de par en par. Los soldados habían sacado al Rey en volandas y este gritaba por el sol que se colaba por los grandes ventanales del resto del palacio. Habían caído dos Vocales en manos de los Traspiés y se escuchaban sus sollozos desde fuera del salón real. Segismundo había conseguido escapar, salíó corriendo escaleras abajo mientras escuchaba la voz de Facticius II que le amenazaba – Vigilante has traído la desgracia ha este palacio, primero el árbol y ahora mis vocales, corre, corre porque en cuanto te coja…ahhhhh!!!! Cerrad esos ventanales, ¡incompetentes!-.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Fin del negocio



Tum, tum, tum, tum. Juanito despertó. Unos pasos sobre la madera que era su cielo le sobresaltaron. El muchacho se detuvo a escuchar. Nada. Aun así reptó hasta la salida de su nido más alejada del ruido.

En el incipiente amanecer grupos de ciudadanos de bien terminaban sus negocios nocturnos apresuradamente, reían unos y maldecían otros, era el cantar del gallo en el barrio de las rosas. Aquel, el día en el que recibió su sobrenombre, el muchacho caminó decidido hacia el muro que dividía su barrio del siguiente. En una de las casas cercanas a una de las puertas que abrían el paso entre el de Las Rosas y El Humilde, la vecindad contigua, habitaban unos comerciantes que se llamaban los Tratantes. Protegidos por un fuerte contingente mercenario, para evitar, principalmente por las malas, la intromisión de la autoridad. Se dedicaban a comunicar los bandos de muerte de los nobles que no se atrevían a pasar al noble barrio de Juanito. No sólo la muerte era el negocio de los Tratantes, Tratantes de apellido además de profesión. La familia se había dedicado a todo tipo de negocios: robos por encargo, sanación de grandes males produciendo grandes males a otros sanos, que no pudieron pagar tanto, o venta de armas y joyas a bajo precio ganadas en infinidad de “herencias”. Fue esto último lo que les obligó a cambiar el nombre de la familia ya que las autoridades no encontraron en el árbol genealógico de Los Castados tantos familiares como herencias recibidas. Eso les forzó a comenzar de nuevo en un barrio menos pudiente y con un nuevo nombre.

La familia que había contratado a Juanito también había enviado a un emisario a la casa de los Tratantes, que ofrecían cómodas habitaciones a sus clientes. Allí es donde se dirigía el joven, decidido a cobrar la recompensa de la muerte que no había hecho. Llegando a los soportales de los Tratantes se fijo que unas gotas de sangre manchaban el suelo, como una hilera de hormiguítas de fuego.

-Ja, a ese le han dao.- pensó Juan, y con una sonrisa en el rostro siguió el rastro, no por importarle sino porque conducía al mismo lugar al que el iba, la puerta de la casa de la afamada familia. Al volver la esquina vio, a unos pasos de la puerta, al dueño de aquella sangre arrastrándose como podía para alcanzar la entrada.
El hombre se volvió hacia Juan:
-        Chico, soy Gaona, ¡ayúdame hombre!
El viejo chepudo apenas podía caminar, la descarga del asta enana la noche anterior le había dejado medio ciego, cojo y lleno de sangre, en la mayoría del cuerpo reseca y goteante en la pierna.
Aunque la familia de la mujer asesinada y ultrajada había contratado a Juan también había corrido el rumor de una recompensa por la muerte del viste-crespones, de modo que Juanito echó cuentas, Gaona estaba allí para lo mismo que él.

Sin mediar palabra el no tan niño de piel verdosa entró en la casa de los Tratantes. Concertó entrevista con el representante de la familia, le presentó el emblema de guarda que le había robado al segundo viste-crespones como prueba de la muerte del primero,  cobró su media pieza de oro y, sin esperar enhorabuenas ni palmaditas en la espalda, salió de la habitación mientras dejaba al emisario con la sentencia: “ya sabía yo que los de tu especie...” sin terminar.

Juanito se fue a la taberna de Marea, pues así se llamaba la tabernera. En la taberna habían estado comentando acerca de la ausencia matutina del chepudo, que al parecer solía desayunarse su aguardiente allí. Juanito no dijo nada durante largo rato. Cuando, llegando el medio día, en la taberna solo quedaron Marea y La Practicante, una quirurga de guerra que se dedicaba a la medicina mercenaria, Juanito dijo:
-        El Gaona ese está en la casa de los Tratantes, malherido, creo...
La quirurga le miró  y dijo:
-Joder Juanito, lo nervioso que eres y el sosiego te pegas para algunas cosas.- La mujer saco unas monedas y las puso encima de la barra apresuradamente y continuó diciendo:
-Bueno, aunque tarde al menos me ha salido un trabajito esta mañana. Marea cóbrate lo mío y lo de aquí, el Juan Sosiegos este.

La mujer marchó y Juan, contento de haber cobrado, haber sido invitado y haber recibido un apellido, cosa de la que hasta el momento no disponía por su huérfana condición, sonrió.

domingo, 6 de noviembre de 2011

El curioso caso del desmayo que no llegaba



¿Qué más daba lo que ocurría después? Nunca me lo había planteado porque mi intención tras sufrir un momento traumático de puro terror era estar inconsciente. Pasar tanto miedo que el alma se desvaneciera del cuerpo y no sentir nada en absoluto. Pero como en tantas ocasiones, lo que tenía planeado no se cumplía y ahí me encontraba, en mitad de la noche, observando la silueta que se encontraba frente a la puerta de salida del molino, sin escapatoria alguna.

Todas las noches llevaba a al cuarto un vasito extra de aceite para poder encender el candil. Sin embargo, esa tarde me había quedado dormida antes del anochecer. La noche anterior había sido fructífera, había conseguido memorizar las cinco normas básicas para poder enfrentarse a la Corriente Tintada, serpiente formada entre los restos de las tintas mágicas que se usan para escribir conjuros y ataca a quién usa un libro de magia que no le pertenece. Esa es la razón por la que todos los libreros deben saber defenderse de ella. Aunque este aprendizaje era de vital importancia había eliminado el tiempo para dormir y al despertar de la siesta, observé como la oscuridad había llegado a mi hogar.

Cogí el candil apagado y salí en busca de aceite. Lo primero fue ver la sombra, después la caída del candil, que llenó el suelo de cristales, y después el desmayo. Pero este último paso no llegó. No llegaba, ¿Por qué? Automáticamente el cerebro inicio la búsqueda del Ser en mi libro de cabecera bajo los parámetros “sombra de tamaño medio y abultada, vista en la época de Narrativa”, aparecieron dos posibilidades:


Obolotus. Tipo: duende. Actividad: infecciosa se expande por las paredes y las quema, Comida: cualquier tipo de moho. Posibilidad de enfrentamiento: intención de someter al ser por parte de Lucerna aunque con tentativa de salir corriendo si la cosa se pone fea.

Horrlibrus. Tipo: demonio. Actividad: duerme a sus victimas y les lee historias de terror. Comida: pánico humano. Posibilidad de enfrentamiento: ninguna, Lucerna sucumbiría ante este ser maléfico.



Durante el proceso de catalogación la sombra había crecido y avanzaba por el pasillo. – y yo sin desmayarme- y si pensar en un plan B. Surgió una luz que inundó la estancia. Aquello que se encontraba en mi hogar era lo peor que podía haber surgido de la oscuridad. Se trataba de un Ser antiguo, mágico y su característica principal no consistía en ser piadoso. Estaba envuelto por una túnica negra, salvo la mitad de su rostro y un brazo, que estaba medio chamuscado y en él sostenía un pequeño trozo de pergamino y la pluma con la que había formado el hechizo luminoso. El estado de su extremidad tuvo que cambiarme la expresión, pues él se dio cuenta y tapó la mano con su capa. Dirigí los ojos hacia el suelo, a sus pies había una bolsa de la que sobresalía una roca granate llena de arañazos. El Ser se fijó en su equipaje, frunció el ceño, en ese momento me percaté en que no debía de haber descubierto lo que su petate portaba.

Segundos de pánico, iba a atacarme, estaba segura. -La solución está a mis pies- me dije segura y di una patada a los cristales. Es-tu-pi-da, pensé, como había leído en alguna novela, que podía lanzarlos y mágicamente alguno se clavaría en mi adversario, pero no caí en la cuenta de que iba descalza. Conclusión, Lucerna 0, Sombra 1.


Antes de poder gritar a causa de los cortes, el Ser me tapó la boca. Era definido en Seres que se esconden tras las sombras de Monte Llano como “la peor amenaza existente del reino, si te lo encuentras, lo sentimos”. La página que lo debería describir sólo presentaba el cuadro de la ilustración vacío, nada sobre “Cómo enfrentarse a…” o “Cómo esconderse de…”, y en grandes letras anunciaba su nombre, “Draconoctum”. -Como grites, te hago desaparecer- escuché claramente, y por fin llegó, la oscuridad me envolvió y deje de sentir.


lunes, 31 de octubre de 2011

Bajo un bajo techo



Se sentía a salvo en su mohoso y avinagrado nido.No era el único inquilino, aunque no solía ver a sus compañeros de cobijo. Cuando quería estar solo para que no lo encontrasen o bien para no encontrarse a si mismo, se metía a través una hendidura del edificio en ruinas que antes era la central de zapadores de la guardia de la ciudad de Los Veintinueve Puertos. Sendos ataques a la ciudad se habían centrado en derrumbar los cimientos barrios exteriores, buscando su hundimiento en las azules aguas. El barrio de las rosas era uno de los afortunados, por lo que era común ver allí edificios sucumbiendo a las aguas y calles bajo el nivel el mar.

Que la Central de Zapadores de la Guardia hubiese sido zapada fue una humillación tan grande que no se pudieron permitir permanecer en el edificio, alegando razones que de ningún modo paliaron la deshonra decidieron terminar de zapar el edificio ellos mismos. Tras estos ataques, de ajenos y propios, el edificio siguió erguido, formando una desfigurada caricatura de lo que fue. El seco en carnes cuerpo de Juanito le permitía escurrirse entre los escombros, donde la luz no le alcanzaba. Una característica peculiar del lugar era que daba acceso a varios edificios adyacentes que vestían sus construcciones con la llamada pared pobre. En origen eran dos paredes de piedra separadas entre si con un relleno de graba, pero durante las hambrunas del último siglo las ratas del lugar habían ido devorando, por tener las tripas llenas de algo aunque fueran tales manjares, la capa interna de guijarros, dejando una oquedad por la que Juanito podía deslizarse con facilidad, esto hacía al lugar aún más seguro.
Movido por la curiosidad Juan Sosiegos se había dedicado a retirar algunas rocas de las paredes exteriores para poder espiar las calles.
Su lecho lo había buscado entre el suelo y el techo de la planta inmediatamente superior de un edificio embebido en la muralla que separaba al barrio de una plaza de más principales gentes. A penas tenía un par de palmos de altura por lo que yacer allí era sinónimo de dolor al amanecer, el lugar producía terribles picores y algo le hacía toser sangre, pero desde aquel lugar podía ver otro mundo.
La noche en la que comenzó esta historia Juan, más agotado que sosegado, reptó hasta su peculiar posada. Miró a la plaza a través del hueco que el mismo se había procurado. Una veintena de hombres y mujeres, con ropajes no demasiado ostentosos bailaban mecidos por una música cuyo origen estaba oculto a sus ojos. Felices, sonreían, danzaban. Un hombre, al que en su pecho desnudo podíanse contar las costillas permanecía quieto, con los ojos cerrados, oliendo profundamente una flor, vistiendo una enorme sonrisa.
-Hijos de puta...- susurró Juanito al viciado aire de su acogedor nicho.
Juanito olió su bolsa, no había fragancia a flores. Decidió hacer inventario de lo conseguido esa noche, volcó la bolsa en la que había guardado todo lo que pudo del segundo viste-crespones:
-Cinco piezas de cobre, pegadas entre sí por una mezcla de sangre y un fluido gelatinoso.
-Una navaja mugrienta y oxidada con unas iniciales medio borradas.
-Una pera estrujada, demasiado ensangrentada.
-Medio pliego con el retrato de una mujer sonriente, el fuego había abrasado la imagen por encima de la nariz, aun así la mujer sonreía.
-El emblema de la ciudad de Los Veintinueve, del viste-crespones, acreditado por las estrellas de dos y nueve puntas. Se distinguían perfectamente el barco, la alabarda, el martillo, el lema, la serpiente astada del mascarón... Inmaculado.
-Hijos de puta...- cerró los ojos llenos de las lágrimas con las que solía acostarse.
-Una noche más...en fin, una menos.
Durmió.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Anuario anacrónico de un Draconoctum


Por el peso que llevaba parecía haber robado comida de Golem. Además, la mano parecía afectada a causa de la magia que le atacó, pero no había otra forma de conseguirlo. La sangre se mezclaba con el sudor pero lo peor no era eso, sino el intenso cosquilleo que sentía en las piernas a causa de haber estado tres días corriendo sin apenas descanso. Su caballo le había abandonado, pero eso era algo habitual. Ahora la luna risueña vigilaba sus pasos, que por desgracia se habían perdido esta mañana y no sabía en dónde se encontraban. Había atravesado un bosque de susurradores, árboles de estrecho tronco y enormes hojas en las que puedes escribir un mensaje con la seguridad de que llegará a su destino pasando de uno a otro, pues fueron plantados de manera que sus ramas pudieran entrecruzarse desde cualquier punto de Montesco. Ahh!! Pero cuidado pues toda la magia tiene un precio, y en esta ocasión el árbol encargado del mensaje pide a cambio corteza de Deufosco para implantársela en su tronco y sentirse más fuerte. En la antigüedad el árbol de las plumas era habitual en los jardines montescos. Ahora no es así, de ahí que los susurradores ya no sean utilizados como carteros.
Le había sorprendido la facilidad de su escapada, un par de somnolientos y los soldados habían caído como moscas. Mucho escudo contra magos y hechiceros y luego se olvidan de las cosas básicas de este mundo, ¡Ni que los brujos fueran los únicos que pudiesen crear magia!, esos viejos chiflados sobrevalorados. Por eso su plan había sido tan eficaz, dejó escapar unos veinticinco ensoñadores, esos diminutos duendes plateados se arrastraron pasando desapercibidos entre los guijarros que formaban el suelo y atraídos por el metal de las armaduras, una delicatesen para su paladar. Una vez que rodearon a sus presas les hipnotizaron con un juego de luces, desde hace unos años hay algunos “sabios” que aseguran que el mismo efecto se consigue obligando al enemigo a mirar un manuscrito lleno de espirales, aunque creo sinceramente que es una patraña. Una gran ventaja fue que alguien hubiese dejado encendidas en el centro del patio real dos grandes fogatas, sino tendría que haber usado magia extra para darles a los pequeñines algo de luz con la que atontar a sus presas, porque no olvidemos que los somnolientos saben utilizar la luminiscencia pero no crearla. De esta forma los soldados bajaron la guardia mientras que los diminutos se comían sus armaduras hasta llegar al punto esperado, el momento en el que presa del ansia, los somnolientos no pueden dejar de comer, a pesar de que su diminuto estomago, o donde sea que guardan la comida, está lleno, por ello explotan. Sus cuerpecitos forman pequeños rayos luminosos, del mismo modo en que se descompone una luz cuando atraviesa un prisma, que causan un sueño profundo a toda cosa o ser que este a su lado.
Este fue el modo en el que conseguí comenzar mi cometido, porque el momento en el que lo termine es otra historia. Ahora me siento extasiado, necesito comer y un lugar seguro donde poder dormir. Me encuentro escondido entre los matorrales que limitan una pequeña aldea del bosque que he estado atravesando estos días. En un día podría recorrerse todas sus calles a la perfección, he encontrado el sitio correcto en donde aguardarme. Es un pequeño molino, aunque dudo que funcione como tal, en él sólo he visto aparecer una persona, podré controlar la situación a la perfección, estoy adiestrado para ello. Las luces del pueblo se han apagado. Salgo de mi escondite con esfuerzo a causa del peso de la carga y de mis heridas, estoy llegando a la entrada del molino. No escucho ruido alguno, giro el picaporte, cerrado. No es problema, utilizo mi fíbula de bronce para forzar la cerradura, mientras con la otra mano agarro mi capa para que no caiga al suelo. He conseguido entrar, arrastro el pesado bagaje hasta el pasillo que se extiende ante mi. Cierro la puerta con sigilo aunque el chirrido de las bisagras es inevitable, me siento en el suelo apoyando mi espalda en el portón. He cerrado los ojos, escucho mi respiración y mis latidos. PUM PUM PUM PUMPUMPUMPUMPUM….esos no son…abro los ojos, veo la presencia, escucho sonido de cristales y un grito irrumpe la tranquila noche.

domingo, 23 de octubre de 2011

Enmienda improvisada del muchacho de tez de oliva



Caminó por las sinuosas calles hasta llegar a la calle del vinagre, ancha calle que termina en el gran muro que separaba el barrio del siguiente. La única salida que había al final de la calle era un pequeño túnel oscuro, de techumbre abovedada, hogar de murciélagos, el nido de ratas. En el umbral un viste-crespones martillo de guerra en mano, enfrente, tres ratas de dos patas, sombreros que en su día debieron tener tres picos donde ahora había retales, y mucho acero tomando la brisa nocturna. Si bien los guardias eran vistos como gentes peligrosas también lo eran como valiosos botines, siendo este último punto de vista el preferido por los grupos numerosos. Tres personas eran las suficientes para pensarse el negocio, pero las suficientes pocas como para no envalentonarse precipitadamente.
Juanito corrió hasta la otra entrada del túnel, entró en el angosto y oscuro lugar, embozado y afilado en enseres. Se encontraba a diez pasos del viste-crespones que ahora se erguía, de espaldas a él y de frente a los tres improvisados valientes. Martillo en la diestra y asta en la siniestra, el hombre, concentrado en el baile a comenzar, sopesaba cual de los tres sería el líder moral del grupo, y por ello el destinatario de la carga del asta de seis puntas chatas. El guardia custodiaba a un compañero, al que se le oía gozar de los favores de alguna rosada tras la mugrosa puerta que comunicaba el túnel con el interior del gran muro. El tablero estaba planteado y los cuatro jugadores esperaban a que alguien diese comienzo a la partida.
Juanito siempre fue un muchacho inquieto, nunca se le dieron bien las esperas. Ante los ojos de los tres rufianes un hombre abría violentamente la boca, soltaba el asta con espasmódico gesto, doblando codo muñeca y dedos al tiempo. Un hombre intentando alcanzarse el cuello con la aún armada mano derecha, un hombre que sucumbía bajo una difusa sombra, con una daga adornando su ahora carmesí cuello. Juan de pocos sosiegos permaneció encima de su victima, inmóvil, haciendo reptar sus manos hacia el asta que yacía frente al todavía moribundo guardia y hacia la daga que guardaba oculta en sus riñones, tan útil para parar cuchilladas imprevistas como para asestarlas. Los tres rufianes estupefactos permanecieron quietos, sopesando las nuevas. Apuntando con el asta que ahora armaba su mano izquierda, el muchacho apartó su diestra de la daga y la utilizó en hacer un rápido inventario de la bolsa e insignias del cuerpo, guardando en su bolsa todo lo que podía. Al fin los tres hombres dedujeron como más débil al nuevo oponente y entre ásperas risas se acercaron, bien armados, al muchacho.
Las astas enanas ajenas tienen por costumbre sorprender tanto al nuevo poseedor como a los nuevos destinatarios, así ocurrió esta vez. Juanito disparó, seis bolas de fuego como frutas maduras fueron proyectadas violentamente, con gran artificio luminoso y auditivo en dirección a los hombres. El resplandor cegó los nocturnos ojos de dos de las ratas, abrasó y descuartizó al tiempo a la tercera y tumbó de espaldas a Juanito, con el brazo dolorido por el impacto y parte de su capa ardiendo. Juanito no tuvo que soltar el asta, la fuerza de la descarga se la había arrancado de la mano. Se levantó aturdido, y como había hecho minutos antes su anciano salvador, corrió sin hacer preguntas. Sin pensarlo los dos rufianes restantes corrieron tras él empujados por la ira.
La persecución duró poco.
Un fuerte sonido, nuevo para el muchacho, que sintió en su nuca hizo que instintivamente se tirara al suelo...
Miró hacia atrás...solo un hombre quedaba en pie, otro yacía entre él y el muchacho.
De nuevo el mismo sonido, la cabeza del segundo hombre estalló en mil pedazos, como debía haber hecho la del primero...
El cuerpo decapitado cayó y dejo ver tras de sí, en el ahora lejano túnel, la figura de un hombre desnudo de cintura para abajo con un largo cuerno negro y de sutil curvatura que sostenía con ambas manos a la altura del hombro y que humeaba silenciosamente...
Juanito permaneció oculto tras los cuerpos...
En silencio...
Cuando el viste-crespones semi-desnudo, volvió al cuarto a terminar su faena con la rosada Juanito se convirtió en un susurro más del aire de las noches del barrio de las Rosas...